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Nacido en 1903, en Dvinsk, Rusia, actual Letonia,  Marcus Rothkowitz, llegó con su familia siendo niño, huyendo de las persecuciones antisemitas para  instalarse en Portland (Oregón).

Estudió en la Art Students League de Nueva York, aunque siempre se consideró un pintor autodidacta. De 1929 hasta 1952 ejerció como profesor de arte en algunos centros de Nueva York,  implementando un particular modo de enseñanza.

En 1934 escribiría: “El expresionismo se parece mucho al arte de los muchachos. Quizá su obra es más expresionista que la de los propios artistas, ya que es un intento de revivir la frescura y la ingenuidad de la visión infantil”.

Sus  reflexiones  han llegado a nosotros a través de sus textos que, ordenados  después de su muerte, permitieron conocer detalles íntimos de su pensamiento y sus sentimientos, muy interesantes por cierto.

Durante los años veinte y treinta realizó infinidad de obras figurativas —desnudos, retratos, interiores con figuras, paisajes urbanos— tanto sobre papel como sobre lienzo. A lo largo de la década de los treinta, sus obras muestran rostros planos y sin rasgos y figuras atenuadas que se funden con el marco arquitectónico, como ocurre en su exploración del metro de Nueva York.

Formó parte del expresionismo abstracto norteamericano en la década de los 40 junto  a otros pintores como  Motherwell, Pollock, De Kooning, Barnett Newman, Clyford Still y Gottlieb, que abandonaron  la tradición y rompieron la normativa para expresarse en otra dirección, justamente la opuesta. Rothko no compartía con sus compañeros el carácter gestual y espontáneo de su pintura.

Sus obras de este período evidencian la influencia de las teorías de Nietzsche y Jung, e incorporan técnicas e imágenes abstractas propias del surrealismo, llegado a EE.UU. a través de los europeos emigrados y de artistas americanos formados en Europa.

A finales de los años cuarenta Rothko elimina de su pintura cualquier elemento figurativo dando paso, con sus obras de transición realizadas entre 1946 y 1949 conocidas posteriormente como Multiformas, a su enfoque basado en los colores puros en el espacio.

A comienzos de la década de 1950 Rothko ya había alcanzado un lenguaje abstracto personal, que sometió en los siguientes veinte años a un proceso de refinamiento y simplificación.

Explicaba acerca de ests formas: “no tienen relación directa con alguna experiencia particular visible, pero en ellas se reconoce el principio y la pasión de los organismos”.

Sus obras, generalmente de gran formato, con la intención de lograr  un estado de intimidad, se componen de  varios campos de color de formas rectangulares, más o menos horizontales, sin ninguna relación con la geometría, que parecen flotar sobre un espacio indefinido. Son  sucesivas  y finas veladuras, de óleo aplicado como acuarela, con la mínima textura.
Decía en 1951: “ Yo pinto cuadros muy grandes. Yo sé que, históricamente, el objetivo de los cuadros grandes es pintar algo grandioso y pomposo. Pero, si los pinto, es justamente porque quiero estar muy cerca, ser muy humano ” […]“ Pintar un cuadro pequeño es ponerse afuera de las sensaciones […]Cuando uno pinta cuadros grandes, […] uno está adentro ”

 «Detesto toda la maquinaria de popularización del arte: universidades, publicidad, museos… y a los vendedores de la calle 57»

Durante la década del cincuenta comienza a utilizar tono oscuros -rojos, granates, marrones y negros.

Una de las piezas de esta época, Sin título, de 1952–53, una pared de luz y color de enormes medidas, representa el deseo de Rothko de abarcar insospechadas dimensiones espaciales con su arte.

Rothko concebía sus obras como dramas, como la representación de una tragedia sin tiempo. Sus cuadros, de gran intensidad espiritual, consiguen envolver al espectador con una gran fuerza emotiva, invitándole a la contemplación y la meditación.

Robert Rosenblum calificó su pintura como la “abstracción de lo sublime” y la relacionó con la tradición romántica de los países de la Europa nórdica. Según este autor, los cuadros de Rothko, como sucedía con los de Friedrich dos siglos antes, “buscan lo sagrado en un mundo profano”.
El artista consideraba que el color puro era el mejor método para expresar las emociones y, en este sentido, podemos ponerle en relación con las teorías místicas sobre la abstracción desarrolladas por Kandinsky. Como él, Rothko creía que el color actuaba directamente sobre el alma y era susceptible de producir emociones profundas en el espectador.
En los primeros años de la década de 1960, las tonalidades fuertes y brillantes de sus cuadros anteriores, que producían una especie de radiación expansiva, son sustituidas por colores sombríos, como los morados, grises, verdes oscuros, marrones, con los que Rothko consigue obras más herméticas, todavía más sobrecogedoras.

A partir de 1969 y 1970 produjo una serie de obras en  marrón, negro y gris, dividiendo la composición horizontalmente y enmarcándola con un borde  blanco, que generó enmascarando los bordes del papel o de la lona con cinta que luego descartó. La serenidad de la zona oscura se contrapone a la turbulencia de las marcas del pincel de la  sección gris. El borde agudamente definido establece una interacción compleja entre la obra  y el espectador, que es, a la vez,  atraído mediante la sensualidad de la textura, pero a la vez mantenido a distancia, por el marco rígido.
Las pinturas de negro sobre gris, que inicia un año antes de suicidarse en 1970, confirman la creencia de Rothko de que su obra expresaba una tragedia. Denominadas por el mismo artista como Sin título, estas pinturas son, al mismo tiempo, comienzo y punto de inflexión en su carrera.

Mark Rothko se aisló de su familia durante sus últimos meses de vida, para vivir solo en su taller de Nueva York, suicidándose –con  barbitúricos y cortándose las venas-  el 25 de febrero de 1970.

Hay ciertas teorías al respecto y cierta coincidencia sobre su carácter melancólico y depresivo, agravado tal vez por la reciente separación de su segunda esposa, serios problemas de salud y, dicen los que lo conocieron, una profunda insatisfacción por el rumbo que iba tomando el mundo del arte. Fue un artista apasionado y obsesivo, azote de críticos,  convencido del poder trascendental de su pintura,  siempre supervisó meticulosamente los montajes de sus obras, pues valoraba mucho la forma en que el espectador se acercaba a ellas, llegando inclusive a  negarse  a venderla si pensaba que iba a caer en malas manos.