De Valle Inclán.
“Cuando salimos al campo empezaba la claridad del alba. Vi en lontananza unas lomas yermas y tristes, veladas por la niebla. Traspuestas aquéllas, vi otras, y después otras (p.33). El campo verde y húmedo, sonreía en la paz de la tarde, con el caserío disperso y los molinos lejanos despareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules con la primera nieve en las cumbres (…) Una pastora con dengue de grana guiaba sus carneros hacia la iglesia de San Gundián (…), un viejo cansado picaba la yunta de sus vacas que se detenían mordisqueando en los vallados” (p.73-74).
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Con la simple enumeración de la realidad, Valle-Inclán proyecta su sensibilidad sobre la naturaleza.
La estación, el otoño, es determinante en todo. En los personajes, casi en el umbral de la vejez; en la Galicia irreal que retrata, la lluvia persistente y los espacios oscuros.
Valle-Inclán abandona desde el principio el escenario realista de la novela burguesa de la segunda mitad del siglo XIX y nos traslada a un espacio idealizado con el objetivo que se convierta en escenario perfecto para la pasión amorosa.